Cuando la realidad detiene el pulso.
Hay noticias que atraviesan el alma de un país entero. Son esos momentos en que el arte, la cultura o la vida cotidiana se ven interrumpidos por un hecho inesperado, y durante unos segundos todo parece quedarse en silencio. Ocurre cuando una figura muy querida desaparece, dejando tras de sí un legado tan luminoso que la ausencia se vuelve aún más dolorosa. La emoción colectiva se mezcla entonces con la incredulidad y el deseo de rendir homenaje a quien supo dar color al mundo.

Amaia Arrazola era una de esas personas capaces de transformar lo cotidiano en un universo vibrante. Sus murales, ilustraciones y libros rebosaban fantasía, ternura y humor. La artista vitoriana, que había estudiado Publicidad en la Universidad Complutense de Madrid, falleció en Barcelona a los 41 años, según confirmó su editorial. La noticia dejó una profunda tristeza en su entorno y entre quienes admiraban su trabajo.
Su trayectoria fue tan brillante como coherente con su sensibilidad. Premiada en numerosos certámenes, colaboró con destacadas marcas y editoriales, pero fue en 2010, tras mudarse a Barcelona, cuando su carrera tomó un rumbo propio. Desde entonces se consolidó como una de las voces más personales de la ilustración española contemporánea, firmando libros donde hablaba de emociones, de confianza y de lo que significa mirarse con honestidad.
El arte como espejo del alma.
Los murales de Amaia decoran paredes en distintas ciudades de España y de Europa, todos con un estilo inconfundible. Sus figuras femeninas, los colores brillantes y las referencias a la naturaleza construyen un lenguaje visual que respira optimismo. Japón fue, además, una fuente inagotable de inspiración: títulos como Wabi Sabi, Totoro y yo o Bajo un cielo estrellado muestran su fascinación por la estética y las leyendas del país asiático. En sus propias palabras, se trataba de “magia, belleza y leyendas japonesas”.

Su obra trascendía la ilustración; era una manera de entender el mundo. Cada trazo parecía recordarnos que lo imperfecto también puede ser hermoso, que el arte sirve para ordenar lo que sentimos cuando las palabras no alcanzan. Su estilo fue reconocible por su calidez, por esa mezcla de ingenuidad y sabiduría que solo los grandes artistas logran mantener.
En su última publicación en redes, Amaia compartió una experiencia que hoy se lee con especial emoción. Era un mural realizado en Estrasburgo, una semana de trabajo intenso y convivencia artística que dejó huella. Allí resumió su manera de entender la creación, no como un acto solitario, sino como un puente entre almas que se encuentran por azar y se despiden transformadas.
El eco de una voz luminosa.
«Viajas a un lugar lejano, a veces hablas el idioma, a veces no. No conoces la cultura, ni la comida, ni el lugar. Estás sola. Allí te darán alojamiento, te darán material y medios para que realices tu trabajo. Poco a poco, a medida que levantas tu mural hay otras cosas que se van construyendo: las personas que te rodean son colegas primero, conocidos a los dos días y amigos del alma después», escribió Amaia.
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«Durante unos pocos días vives en una especie de huracán intenso en la que solo existe lo que estás pintando, la gente con la que convives, las bromas que os hacéis, las cervezas que os bebéis. Acabas el mural y todo se acaba. Te despides. Un poco de tristeza. Sabes que nunca más convivirás siete días con esa mezcla concreta de personas. La experiencia es efímera pero las personas son reales. Te vuelves a tu casa agotada, nostálgica, satisfecha de haber cumplido y al mismo tiempo una extraña sensación de vacío, un poco desorientada. ¿Qué acaba de pasar?», reflexionó.
Sus palabras, hoy, resuenan como un retrato de su propia vida: intensa, generosa, luminosa. Deja un legado que seguirá inspirando a quienes encuentran consuelo en la belleza y en la imaginación. Amaia Arrazola se ha ido, pero sus colores, sus criaturas y su manera de mirar el mundo permanecerán mucho tiempo entre nosotros. La noticia ha sobrecogido enormemente a todos los españoles.